El primer concepto al que voy a hacer referencia es el principio de intervención mínima que rige el derecho penal y, por ende, también su proceso. Dicho principio, a juicio de quien escribe estas líneas, es fundamental y, además, de gran actualidad, pues desde unos años a esta parte España viene sufriendo una importante actividad legislativa dirigida, por un lado, a criminalizar conductas que antes quedaban extramuros del derecho penal y, por otro, a agravar la respuesta (es decir, la pena) que la ley ofrece a determinadas conductas.

Nuestro Tribunal Supremo ha tenido la oportunidad de pronunciarse en varias ocasiones en relación con este principio de intervención mínima. Concretamente, su Sala 2ª, en su Sentencia nº 670/2006, de 21 de junio, establece que la vigencia de dicho principio “supone que la sanción penal no debe actuar cuando existe la posibilidad de utilizar otros medios o instrumentos jurídicos no penales para restablecer el orden jurídico”.

Así, pues, el Derecho Penal tiene ese carácter de herramienta última o final y, en cierto modo, subsidiaria, respecto de las otras especialidades del Derecho, tales como el Derecho Administrativo, el Civil, el Laboral o el Mercantil.

Este principio constituye, pues, una llamada de atención al poder legislativo hasta el punto de, como apunta la sentencia citada “convertir en dogma que la apelación al derecho penal como instrumento para resolver los conflictos, es la última razón a la que debe acudir el legislador que tiene que actuar, en todo momento, inspirado en el principio de intervención mínima de los instrumentos punitivos”.

Sin embargo, lo que es más importante a mi juicio, es que dicho principio de intervención mínima también debe tener una virtualidad en el desarrollo del proceso penal. Este aspecto del principio de intervención mínima, marcado por la controversia en la práctica forense y no exento de dificultades en cuanto a su aplicación por los Juzgados y Tribunales, viene reconocido de forma expresa por nuestro Tribunal Supremo, que le atribuye una función orientadora, si bien supeditando su vigencia al imperio del principio de legalidad, verdadera clave de bóveda de nuestro Derecho Penal, al que haremos referencia en una próxima ocasión.

Esa función orientadora del principio de intervención mínima del Derecho Penal puede ser, en ocasiones, fundamental a la hora de abordar un asunto concreto. Y ello porque, como es lógico, nuestro catálogo de delitos recogidos en el Código Penal, está sometido a una continua interpretación por parte de nuestros Juzgados y Tribunales, que se enmarcan en contextos sociales cambiantes que, a su vez, pueden dejar obsoletas ciertas interpretaciones jurídicas relativas a determinados delitos.

 En este sentido, la Sala 2ª de nuestro Tribunal Supremo, en Sentencia nº 569/2006, de 19 de mayo, manifiesta que “ha de tenerse en cuenta asimismo que las exigencias de taxatividad de los tipos penales imponen una interpretación de los elementos del tipo objetivo que no amplíe desmesuradamente el campo de la infracción, incluyendo en ella conductas inocuas o irrelevantes en relación con el fin de protección pretendido por la norma. Por ello es preciso entender el tipo de forma que la sanción penal quede reservada para los ataques al bien jurídico protegido que sean realmente graves o que, al menos, revistan una cierta entidad, excluyendo aquellos otros casos que, aun cuando formalmente pudieran quedar comprendidos en la descripción legal según su sentido literal, vengan integrados por acciones irrelevantes desde el punto de vista de la integridad del bien jurídico”.

Como vemos, el principio de intervención mínima del derecho penal resulta de una importancia capital, no sólo en abstracciones teóricas, o como mera invocación al legislador para orientarle en sus designios, sino como herramienta interpretativa del derecho que puede dar lugar, en un asunto determinado, a una sentencia absolutoria aun cuando la conducta realizada por el sujeto esté, formalmente, integrada en la norma (o tipo) penal.

 

José Ramón Ventura Arias

Abogado

 
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